EL ESTUDIANTE, EL PEZ Y AGASSIZ
Contado por el estudiante:
Hace
 más de quince años entré en el laboratorio del profesor Agassiz y le 
dije que me había apuntado en la escuela científica como estudiante de 
historia natural. Él me hizo algunas preguntas sobre el propósito que 
tenía para ir allí, mis antecedentes en general la manera en que pensaba
 usar luego los conocimientos que adquiriese y, finalmente, si deseaba 
estudiar alguna rama de la materia en particular. A esto último respondí
 que, aunque quería tener una buena base en todos los departamentos de 
la zoología, mi intención era dedicarme especialmente a los insectos.
-¿Cuándo quiere usted comenzar? -me preguntó entonces.
- "Ahora mismo" -contesté yo.
Aquello pareció agradarle, y con un vigoroso “Muy bien” tomó de un estante un enorme tarro de especímenes en alcohol amarillo.
-Tenga este pez y obsérvelo-me dijo-. Nosotros lo llamamos haemulon. De vez en cuando le preguntaré como es. Dicho esto se fue, pero enseguida volvió con instrucciones precisas en cuanto al cuidado del objeto que se me había encomendado.
-"Ningún hombre puede ser naturalista" –expresó- "si no sabe cuidar los especímenes".
Me ordenó que mantuviera al pez delante de mí en una bandeja de hojalata, y que de vez en cuando humedeciera
 su superficie con alcohol procedente del tarro, cuidando siempre de 
volver a poner el tapón en su lugar ajustadamente.
En
 aquellos días no había tapones de vidrio esmerilado, ni frascos de 
exposición con formas elegantes. Cualquier estudiante antiguo recordará 
los enormes bocales de cristal con sus corchos embadurnados de cera que 
se salían y estaban medio comidos por los insectos y sucios con el polvo
 de la bodega. La entomología era una ciencia mas limpia que la 
ictiología, pero el ejemplo del profesor, que había sumergido la mano 
sin dudarlo hasta el fondo del tarro para sacar el pez, era contagioso, y
 aunque ese alcohol tenía “un olor muy rancio y a pescado,” no me atreví
 a mostrar ninguna aversión al mismo dentro de aquel sagrado recinto y 
lo traté como si fuese agua pura. Aun así, experimente un sentimiento 
pasajero de decepción, ya que el mirar fijamente a un pez no resultaba 
interesante para un ferviente entomólogo. También mis amigos, en casa, 
se sintieron molestos al descubrir que por mucha cantidad de colonia no 
lograba ahogar el perfume que me perseguía como una sombra.
En
 un plazo de diez minutos ya había yo visto cuanto podía observarse en 
aquel pez, y partí en busca del profesor, quien, sin embargo, había 
abandonado el museo. Cuando volví, después de entretenerme con algunos 
de los extraños animales almacenados en el departamento superior, mi 
espécimen estaba completamente seco. Arrojé
 el fluido sobre el pez, como si quisiese resucitarlo de un 
desvanecimiento, y esperé con ansiedad a que recuperara su empapada 
apariencia.Pasado aquel momento ligeramente excitante, no me quedaba 
sino volver a una perseverante contemplación de mi mudo compañero.
Pasó
 media hora... luego una... y otra... Aquel pez empezó a parecerme 
repugnante. Le di la vuelta una y otra vez. Lo mire a la 
cara-¡horrible!-. Por detrás... por debajo... desde arriba... de lado...
 de medio lado – seguía siendo horrible-. Estaba desesperado.
Siendo
 aún temprano decidí que necesitaba almorzar, de modo que con infinito 
alivio volví a meter el pez en su tarro y disfruté de una hora de 
libertad. Al
 volver supe que el profesor Agassiz había estado en el museo, pero se 
había ido y no regresaría hasta pasadas varias horas. Mis compañeros 
estaban demasiado ocupados para que los molestase con una continua 
conversación. Poco a poco volví a sacar aquel repugnante pez y me puse a
 mirarlo de nuevo con un sentimiento de desesperación. No podía utilizar
 lupa; todo tipo de instrumentos estaban prohibidos. Sólo mis dos manos,
 mis dos ojos y el pez. Parecía un campo de lo más limitado. Metí mi 
dedo por su garganta para comprobar
 lo afilados que estaban sus dientes y empecé a contarle las escamas que
 tenia en las distintas filas hasta convencerme de que aquello era una 
estupidez. Por último tuve una idea feliz: dibujaría el pez, y con 
sorpresa comencé a descubrir nuevas características de aquella criatura.
 En ese mismo instante volvió el profesor.
-Muy
 bien, un lápiz constituye uno de los mejores ojos -expresó. Me alegra 
también ver que mantiene mojado su espécimen y el tarro cerrado.
Y tras aquellas alentadoras palabras, añadió:
-Bueno, ¿cómo es?
Luego escuchó atentamente mi breve recapitulación de la estructura de partes cuyos nombres aún desconocía:
 la agalla bordeada –arcos y opérculo móvil-, los poros de la cabeza, 
unos labios carnosos y ojos sin párpados; la franja lateral; la aleta 
espinosa y la cola hendida; el cuerpo arqueado y comprimido... Cuando 
hube terminado, él se quedó aguardando como si esperase más, y luego 
añadió con aire decepcionado:
-No ha mirado usted muy cuidadosamente -dijo.
Y
 luego en tono más serio añadió -¡Pero si ha pasado por alto una de las 
características más notorias del animal, y tan claramente delante de sus
 ojos como el pez mismo! ¡Mire otra vez... mire otra vez...! Y me dejó a mi desdicha.
Me
 sentía enojado, mortificado... ¡Otra vez a contemplar aquel pez 
detestable! Pero ahora me puse a trabajar con empeño y fui descubriendo 
una cosa tras otra, hasta que vi lo justa que había sido la crítica del 
profesor. La tarde pasó rápidamente y cuando, al caer la misma, Agassiz 
preguntó: “¿No lo ve todavía?” Le respondí:
-No, estoy seguro de que no, pero sí veo lo poco que había observando antes.
-Esa
 es la segunda cosa importante-expresó con la mayor seriedad- pero no 
puedo escucharle ahora. Guarde el pez y váyase a casa, tal vez tenga una
 mejor respuesta preparada por la mañana. Le examinaré antes de que mire
 el pez.
Aquello
 era desconcertante: no sólo debía pensar en mi pez toda la noche, 
investigando, sin el objeto delante, cual seria aquella tan visible pero
 desconocida característica, sino que también, al día siguiente, antes 
de repasar mis nuevos descubrimientos tenía que hacer un relato exacto 
de los mismos. Y puesto que mi memoria era mala, anduve hasta casa por 
la orilla del río Charles en un estado de aturdimiento y acompañado de 
mi doble perplejidad.
El
 saludo cordial que me dio el profesor a la mañana siguiente fue 
tranquilizador. Allí estaba un hombre que parecía sentirse tan ansioso 
como yo de que pudiera ver por mí mismo lo que él veía.
-¿Se refiere usted tal vez –pregunté—a que el pez tiene lados simétricos con órganos parejos?
Dijo:“¡Naturalmente,naturalmente!"alborozado, lo que dijo compensó las 
horas pasadas en vela la noche anterior. Después de que él hubiera 
disertado con la mayor felicidad y entusiasmo –como hacía siempre—sobre 
la importancia de este punto, me aventuré a preguntarle qué debía hacer a
 continuación.
-¡Ah, siga mirando el pez! –expresó; y volvió a dejarme a mis propios recursos.
Poco más de una hora después se hallaba de vuelta y escuchó mi nuevo catálogo.
-¡Muy bien, muy bien! –dijo-, pero eso no es todo.
Así, durante tres largos días colocó aquel pez delante de mis ojos 
prohibiéndome que mirase a ninguna otra cosa o utilizara ayuda 
artificial alguna. Su amonestación reiterada era: “¡Mire, mire, 
mire...!”

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